Durante décadas, el vino chileno abrió caminos en el mundo bajo una promesa clara: ser bueno, bonito y accesible. Ese reconocimiento marcó una época y permitió que nuestro país llegara a millones de mesas. Sin embargo, hoy el desafío ha cambiado. La nueva etapa del vino chileno —y en especial la del Valle del Maule— consiste en trascender el precio y poner en valor lo que nos hace únicos: el origen, la diversidad y la autenticidad de cada viña.

En el Maule, esa transformación ya está en marcha. Aquí conviven productores que trabajan con respeto por la tierra, rescatan cepas patrimoniales y apuestan por vinos que reflejan su paisaje. Desde pequeñas bodegas familiares hasta proyectos colectivos, la Ruta del Vino del Valle del Maule encarna el paso del “bueno y barato” al “bueno y con identidad”: vinos que expresan territorio, historia y comunidad.

El futuro del vino chileno no se mide solo en cifras de exportación, sino en su capacidad de contar quiénes somos. Y en ese relato, el Maule tiene mucho que decir.

En esta reflexión que hace César Cantuarias Chazarro, el Maule aparece como la respuesta más honesta a esa pregunta silenciosa que ronda la industria: ¿podemos dejar de competir en precio y empezar a competir en historia?

El desafío está servido. Y como todo buen vino, requiere tiempo, paciencia y propósito.

Te invitamos a leer el documento original. De todas maneras, acá está su transcripción:

Bueno, bonito y… ¿carito?

El vino chileno lleva décadas siendo reconocido en el mundo como un producto confiable, accesible y de buena calidad. Ese reconocimiento, que abrió mercados y puso al país en las mesas de consumidores de todos los continentes, se construyó bajo la etiqueta de “Bueno, Bonito y Barato”. Fue el pasaporte que permitió a Chile entrar en la memoria de los bebedores, pero hoy también se convirtió en un límite. Para millones de consumidores, el vino chileno sigue siendo un invitado frecuente en las góndolas de supermercado: correcto y cumplidor, aunque no necesariamente inolvidable.

Este dilema se agrava cuando recordamos que el vino es el único producto elaborado que Chile exporta y que llega directamente a la mesa del consumidor. Ningún otro bien industrializado nacional cumple con ese papel. Por eso, más que un negocio, el vino es también un espejo cultural, un relato de país, una marca que se prueba en cada copa.

Salir del casillero del “barato” no significa renegar de la historia, sino transformarla. En Colombia, en la ciudad de Santa Fe de Bogotá, miles de turistas se detienen frente a la entrada del célebre restaurante Andrés Carne de Res. Allí, un letrero anuncia con desparpajo: “Bueno, Bonito y Carito”. La ironía es precisa: lo bello y lo bueno nunca son baratos, porque lo valioso se construye con tiempo, cuidado y autenticidad.

El mismo desafío enfrenta Chile: mostrar que sus viñedos no son una fábrica de litros, sino un mosaico de terroirs únicos. El paso decisivo está en convertirse en un productor de vinos de origen y no de vinos genéricos. No se trata de elaborar un Cabernet que sepa igual en China, California o Burdeos, sino un Cabernet que hable de brisas andinas, de suelos graníticos y de mañanas frías de cordillera.

En este camino surge inevitable la referencia al libro de Alice Feiring, La batalla por el vino y el amor, un manifiesto contra la uniformidad de la industria global. Feiring nos recuerda que la estandarización, cuando persigue solo puntajes y mercados, arrasa con la autenticidad. Chile debe escuchar esa advertencia: no repetir recetas, sino defender la diferencia.

La innovación también se abre paso. El vino ya no solo se bebe en copa; también se compra en línea, se recibe en la puerta de casa, se recorre virtualmente en catas digitales que conectan a jóvenes de distintas ciudades. Una bodega que antes vivía de su sala de degustación ahora encuentra en su página web un nuevo portal al mundo. La experiencia se amplía con visitas inmersivas, música en bodega y recorridos de realidad aumentada que devuelven vida a las parras viejas y a los suelos agrietados.

En este tablero global, las viñas grandes seguirán abasteciendo el mercado de millones de litros con vinos uniformes, mientras las pequeñas resistirán con rarezas y botellas numeradas. El verdadero dilema lo sufren las viñas medianas, atrapadas entre la escala de los gigantes y la autenticidad íntima de los pequeños. Su salvación está en cooperar, en especializarse hasta volverse inconfundibles y en buscar canales que valoren la diferencia.

La fiscalización, en este contexto, debería abandonar la lógica de la burocracia y orientarse hacia la calidad. No tiene sentido aplicar la misma vara a un coloso industrial que a una pequeña bodega biodinámica. Lo que hace falta es validar la autenticidad de esas viñas que trabajan con respeto: ovejas entre hileras que controlan malezas, aspersores y torres de viento que resisten heladas, manos que transforman cada vendimia en un acto de fe.

Entre pantallas, bodegas y nuevas copas

El consumo de vino está cambiando, y con él la manera en que se cuentan y se viven sus historias. Los jóvenes que hoy descubren el vino no lo hacen necesariamente en un restaurante elegante ni en un viaje por los valles del sur. Muchos llegan a través de una pantalla, en una cata virtual donde una docena de rostros sonríe al mismo tiempo mientras el enólogo guía, a kilómetros de distancia, la experiencia de beber juntos.

El vino ya no se limita al ritual de la copa en la mesa familiar: ahora se comparte en línea, se compra con un clic y se recibe en la puerta de casa con la misma naturalidad que un libro o un par de zapatos.

El e-commerce se ha vuelto un aliado inesperado de las bodegas pequeñas y medianas. Allí donde la distribución tradicional ponía barreras, la venta digital abre caminos directos. Una página web bien diseñada se transforma en vitrina y en carta de presentación. No se trata solo de vender botellas: es mostrar fotografías del viñedo en invierno, videos de la vendimia bajo el sol, fichas técnicas descargables, sugerencias de maridaje y hasta playlists que acompañan cada copa. El consumidor moderno busca una experiencia total, no solo un producto.

La innovación tecnológica también toca el corazón de la bodega. El enoturismo ya no se limita a caminar entre viñedos: puede incluir recorridos con realidad aumentada, sensores que muestran el clima en tiempo real o códigos QR en la etiqueta que conducen a una historia digital de la parcela. El vino, que siempre ha sido memoria líquida, encuentra ahora nuevos soportes para contarse y prolongar su relato.

Al mismo tiempo, aparecen tendencias de consumo que obligan a repensar estilos. Crece la demanda por vinos más ligeros, con menos alcohol, fáciles de beber en un almuerzo cotidiano. También se abren camino los vinos desalcoholizados, destinados a quienes quieren disfrutar de la cultura del vino sin el efecto del alcohol. Y junto a ellos, vinos más frescos, naturales y transparentes, capaces de dialogar con un público que desconfía de lo artificial y busca autenticidad en cada sorbo.

En la viña, la innovación se cruza con la tradición. Allí conviven drones que vigilan el estado de las parras con ovejas que pastan entre hileras, controlando malezas y fertilizando el suelo. Los sensores predicen heladas, mientras manos humanas siguen vendimiando racimos uno a uno. Esa mezcla de futuro y pasado es lo que hace del vino un producto único: tecnología y naturaleza, cálculo y poesía, precisión y azar.

Las tendencias de consumo y la innovación tecnológica no son un mundo aparte, sino la prolongación del mismo deseo de siempre: que el vino siga siendo compañía, cultura y símbolo de identidad. La diferencia es que ahora se bebe en nuevos espacios, se cuenta con nuevos lenguajes y se guarda en memorias digitales que acompañan la sonrisa de cada copa.

El vino compite también con destilados que crecen entre jóvenes y con cócteles listos para beber que seducen con su frescura. Para sobrevivir y seducir, deberá atreverse a bajar su grado alcohólico en algunas propuestas, ofrecer opciones desalcoholizadas y reforzar su imagen de producto cultural y gastronómico. Allí también entra el debate sobre el impuesto a las bebidas alcohólicas: reducirlo podría darle más aire al vino frente a la cerveza y los destilados, pero solo si se asume la responsabilidad de promover la moderación y de rechazar la conducción bajo los efectos del alcohol.

El futuro del vino chileno no está en negar lo que fue, sino en animarse a ser más. Convertirse en país de origen, de sustentabilidad y de autenticidad. Y hacerlo con la certeza de que el vino es algo más que una bebida: es una sonrisa compartida.

“El mejor vino es el que empieza y acaba con una sonrisa.” — Pablo Neruda

Esa sonrisa es la meta final, porque el vino no se mide solo en litros o en cifras de exportación, sino en memorias, en gestos y en la emoción que nos une alrededor de una copa.

César Cantuarias Chazarro

Documento Original Aquí —> Bueno Bonito y carito

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